Aprender a dormir sin ropa

Ando por ahí, vulnerable. No me importa decirlo. No me molesta que los ojos se me vean tristes o que las lágrimas anden agarradas del párpado inferior, balanceándose, evitando caer al precipicio infinito del sinfín de mis miedos y frustraciones. ¡Todos las tenemos! Unos las callan; otros las ahogan. Yo las albergo en esos bordes suicidas entre las pestañas y las ojeras.

También, ando hablando, diciendo, escribiendo, explicando mis cambios, exteriorizando esta nueva etapa que me arropa, me asfixia, me desvela, que hace que me despierte en la madrugada, solo para dar vueltas en la cama y repasar toda mi vida en cinema.

Me voy despojando, perdiendo poco a poco el miedo a la piel desnuda, al palpitar intrépido, brusco, fulminante de las concavidades, que sienten, que se erizan, que llueven y sudan cuando el cielo es muy oscuro y solo lo iluminan las estrellas.

Ando controlando mi respiración, mis ansiedades, mis ideas a mil por segundo, la mente que no cesa. Piensa y voltea todo. ¡Ella es tan compleja! Me detengo en la orilla de la cama y con los dedos rozo las intersecciones de mi conciencia; pongo las manos sobre las rodillas, agradezco tener una piel reaccionaria que se encrespa, una mente impetuosa, que se mueve fogosa, violenta.

Vuelvo a la cama, me arropo, cierro los ojos. Me sudan las sienes, el cuello, los senos, la piel en combustión del alba que me quema.

Me voy despojando de las ideas de querer ser la mujer perfecta. Palpo mi sudor. Tiro la toalla; quiero la paz. Ya no me interesa andar en guerra. Quiero aprender la calma, a dormir ligera, lejos de lo que fui, entender las nuevas rutas de lo que me construye, guía, moldea; me emociona; zarandea.

Quiero aprender del calor, de los silencios forzados, de los voy que son impulsos de fuerza. Quiero sosegar las sienes, dormir sin ropa, despojarme de las vestiduras, de la compostura y el adorno y de los restos de lo que fui hasta ayer; que expire esa imagen difusa de lo que una vez era.


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